viernes, 26 de mayo de 2023

París, 2023, 25 de mayo

Empanadas, Malbec –que aquí es difícil de conseguir–, choripán, hasta helado de dulce de leche. “¡Cuatro veces me dijiste gracias por el helado!”, ríe María que lo trajo, y yo sigo hundiendo la cuchara porque, ella no lo sabe y yo me doy cuenta ahora, el helado de dulce de leche es recuerdo feliz. Desde Papá llevándome al Freddo de Coronel Díaz los sábados hasta el último en casa de Ofelia en Villa Urquiza, las celebraciones, los homenajes, los reencuentros, todos los momentos felices fueron con helado de dulce de leche. 

De Londres vino, de pasada, mi primo. Tomamos una cerveza y compartimos la desesperanza del expatriado: volver o cambiar de estado a “inmigrado”, que implica que no se vuelve. Aquí se vive mejor, París a fin de mayo es la ciudad más hermosa del mundo. Los trabajos son interesantes y encima pagan bien. En Europa todo está cerca: Londres a dos horas de tren, Pascuas en Berlín, fines de semana largos en Lisboa, un’estate italiana. Las noticias de Argentina son horribles, un fantasma que nos rodea, nadie las menciona pero todos las conocemos. Nos hacemos los tontos porque sentimos culpa: allá no llegan a fin de mes y nuestros choripanes costaron lo que en Argentina es un sueldo mínimo. 

Mientras nos preguntamos qué somos y adónde vamos, al menos algo queda claro: de dónde venimos. De una tierra lejana, a un océano de distancia, a trece horas de avión. El último rincón del mundo. Donde la felicidad tiene forma de helado de dulce de leche.

martes, 4 de abril de 2023

Metropolitano

Una de las cosas que más me sorprenden de mi vida en Francia es el subte de París. Con el tiempo incluso creo que me gusta. Y eso que apenas me mudé noté la relación ambivalente que los parisinos tienen con su “métro”. 

Por un lado, lo detestan. Y tienen razón. Las frecuencias son aleatorias y los trenes vienen cuando quieren y si es que quieren. Las cancelaciones y las huelgas son frecuentes y con las obras uno tiene que tener un Excel mental para saber qué día y a qué hora funciona la Línea 4. Los coches son viejos y las estaciones en algunos casos se caen a pedazos. En una ciudad cuya red cloacal fue construida por Napoleón III, las goteras en los andenes son muy desagradables. Los carteristas abundan y los linyeras duermen a veces hasta en los vagones, incrementando la sensación de inseguridad. Le agrego la suciedad general, que en verano hace más calor que en el infierno y que en invierno sopla un viento patagónico y creo que, sumando todas las evidencias, tengo el “motivo suficiente de sospecha” que exige el Código Procesal Penal para citar a un imputado a indagatoria.


¿Por qué, entonces, a los parisinos les encanta su subterráneo? El primer motivo es económico: el boleto simple cuesta 2,10 euros y permite recorrer cualquier distancia dentro de la ciudad. Para comparar, un taxi puede superar los 35 euros desde el Arco del Triunfo hasta el Cementerio de Père-Lachaise, que sería atravesar todo París de oeste a este. El subte, además, es rápido. Desde el centro de la ciudad hasta el Parc des Princes, donde juega el Paris St Germain, se tardan unos 25 minutos. En auto el trayecto demora casi una hora y después tenés que encontrar estacionamiento. La velocidad explica que hasta los millonarios (o sea, en París, todo aquel que sea dueño de un departamento de tres dormitorios) lleven siempre consigo una tarjeta Navigo, que es como aquí llaman a la SUBE. Y por último, la admiración: 306 estaciones, 16 líneas, 4 millones de pasajeros por día… Uno solo puede permanecer callado ante la logística que es hacer que semejante monstruo funcione.


El subte también me resulta extrañamente liberador. Me lleva a mi destino, pero también me transporta a otro mundo. Los andenes y los vagones son una pequeña muestra de esta metrópolis: mujeres, varones y niños de todos los estratos de la sociedad, con rasgos de todos los rincones del planeta, vestidos de todas las maneras posibles y hablando o leyendo en la mayoría de los idiomas que existen. Y, al contrario del taxi, el subte garantiza un agradable anonimato: a nadie le interesa conversar sobre política, ni sobre fútbol ni sobre nada.


Especificidad francesa, el subte de París tuvo, hasta hace unos 30 años, vagones de primera clase. Su supresión hizo de lógico igualador. Hace un tiempo compartí vagón con un ministro que iba pegado codo a codo a un obrero africano y unos turistas brasileros. Los anuncios de “cuidado con el espacio entre el vagón y el andén” se hacen en seis idiomas. El subte me hace pensar que, separada Londres de la Unión, París es lo más cerca que existe de una capital de Europa.


Por todo esto es que me pareció un poco triste cuando leí, el otro día, una guía turística que aconsejaba no tomar el subte en París. El “métro” es parte de esta ciudad, como la Torre Eiffel y Notre-Dame. No estuviste en París si nunca anduviste en su subte.

domingo, 24 de marzo de 2019

1938


Tres del fin de semana:

1) Sábado al mediodía. Me escribe mi pareja que está en el subte -línea A- y que se subió al mismo vagón que ella un grupo de seis “celestes” que iban al acto a favor de las “dos vidas”. Los “celestes” notaron que mi pareja lleva siempre un pañuelo verde atado a la cartera y la empezaron a insultar, con cada vez más violencia. Una estación después, mi pareja termina cambiándose de vagón para que no la sigan insultando.

2) Sábado a la tarde. Por casualidad paso con el auto por el acto de las “dos vidas” en Plaza Francia. Freno en el semáforo y bajo el vidrio para escuchar los discursos. Escucho a una mujer hablar de “delincuentes abortistas” y a un hombre usar la palabra “anti-argentinos” para referirse a los que están a favor de la legalización del aborto.

3) Domingo a la tarde, aniversario del golpe militar de 1976. No suelo prestarle mucha atención a las redes pero, aburrido, me meto un rato en Twitter. Leo a algunos amigos y a algunas amigas que hicieron tuits alegóricos a al aniversario del golpe y recibieron respuestas insultantes de parte apologistas del terrorismo de Estado, que defendían a la dictadura y mezclaban a los Montoneros y al ERP con el aborto legal y -cuándo no- con “los judíos”, que no pueden faltar en cualquier conspiración de derecha.

Otrosí:

Domingo a la noche. Releo a Tabucchi. Busco, en Sostiene Pereira, un párrafo que desde ayer me suena en la cabeza. Lo encuentro en la página 13 (la yeta) de la edición de Anagrama:

“Pereira comenzó a sudar, porque pensó de nuevo en la muerte. Y pensó: Esta ciudad apesta a muerte, toda Europa apesta a muerte. Era el veinticinco de julio de mil novecientos treinta y ocho y Lisboa refulgía en el azul de la brisa atlántica.”

lunes, 13 de abril de 2015

Gaviria

No conocí —no tuve el gusto— a Carlos Gaviria Díaz sino a través de sus sentencias en la Corte Constitucional de Colombia. Sonrisa pícara, pelo blanco y barba, fue el primer juez supremo sudamericano en decir que la homosexualidad no era un delito —“el comportamiento recto o desviado de una persona nada tiene que ver con sus preferencias sexuales”—, que la eutanasia era constitucional y que las leyes que regulan la profesión de periodista son inválidas porque la limitan. También reconoció el derecho de las comunidades indígenas a obtener indemnizaciones si se le expropiaban sus tierras y ordenó el retiro de un artículo del Código Civil colombiano que prohibía el matrimonio “de la mujer infiel con su cómplice” pero nada decía del marido con su amante. 

Liberal, casi libertario, si en Sudamérica estudiamos los fallos de la Corte Constitucional de Colombia, período 1993-2001, es gracias a él.

Carlos Nino lo ayudó a instalarse en Buenos Aires en los ’80, cuando la muerte le pasó demasiado cerca en Medellín. Los paramilitares, como tantos otros, pensaban que creer en la libertad es atentar contra los valores de la patria y lo habían marcado. A él, que no era comunista, que había estudiado en Harvard y que en el fondo nunca había sido más que un profesor de la Universidad de Antioquia. A la guerra civil colombiana la llamó “esta exasperante lucha contra las tinieblas”. De su paso por Estados Unidos lo que más le impactó no fueron sus estudios sino Nueva York, “abrumadora megalópolis en la que se sintetiza el mundo”. Recordaba sus vermús en el Tortoni, adonde no lo echaban pese a que estiraba el vaso para leer usados regateados en Corrientes.

El final de su mandato en la Corte Constitucional lo encontró frente a un Álvaro Uribe que a Colombia le parecía la solución y a él un totalitario. Se presentó al Senado y ganó: fue el quinto candidato más votado del país. En las elecciones presidenciales de 2006 se postuló por el Polo Democrático Alternativo, un rejunte de lo poco que no había sido cooptado por Uribe. Cuando un académico, un juez jubilado, un intelectual tiene que salir a la calle y militarse su campaña presidencial es porque las reservas políticas del país están extinguidas. Tras una campaña sucia y amenazas de muerte, sacó dos millones y medio de votos. Los analistas coincidieron en que la mayoría no votó al partido; lo votaron a Gaviria, al profesor de pelo blanco y barba que en un país destruido por la guerra civil hablaba de ética pública y de honestidad en el ejercicio de los cargos: “la política es simplemente la búsqueda de la mejor forma de convivencia”.

Carlos Gaviria Díaz murió el 31 de marzo de 2015 en Bogotá. Tenía 77 años. 



sábado, 11 de abril de 2015

Miedo

Una medianoche de verano hace algunos años iba caminando por la calle Coronel Díaz cuando se me acercó un flaco corriendo a pedirme plata. Le dije que no de mala manera y seguí mi camino. Mientras avanzaba por la vereda opuesta al parque, la del edificio de la SIDE, pude ver cómo hacía la misma jugada con dos señoras. Volví sobre mis pasos y lo miré. Alto, flaco, morocho, tenía cara de buen pibe. Le dije “hermano, así no va a andar esto, si querés guita y no vas a chorear no podés meter miedo”. El pibe me miró y, aunque no contestó, puso cara de entender. Le di diez pesos y lo dejé.

Me lo volví a cruzar meses después en la esquina de Santa Fe y República Árabe Siria, justo donde empieza o termina el Jardín Botánico. Nos dimos la mano y de nuevo le dejé diez guitas. Parecía haber aplicado lo que le dije o al menos se suavizó de algún modo: en el bar de esa esquina no son de bancarle mucho la parada a los que piden unos mangos.

Hace unas noches volví a verlo por Las Heras. Estaba apurando a un par de chicas que esperaban el 93 y que nerviosas sacaron cinco mangos de la cartera. Dejé que terminara su trabajo y me acerqué. Me dio la mano y le dejé veinte pesos, la inflación. 

“— ¿Volviste a meter miedo, papi?
— Es la que va, la gente está re cagada. Levantás un poco la voz y enseguida te tiran unos pesitos” me dijo, con una sonrisa pícara.

sábado, 28 de marzo de 2015

La guitarra

Siempre que tomo un vuelo diurno elijo sentarme en la ventanilla porque me gusta ver el mundo. Así una vez, yendo de Buenos Aires para Europa, me quedé impresionado porque el avión iba tan alto que se veía perfecto la curvatura de la Tierra. “O sea que es redonda”, pensé y me sentí un poco como Santo Tomás que no creía si no veía. Otra vez, camino a Ushuaia en un vetusto Fokker de la Fuerza Aérea, aparecieron, como en los mapas Rivadavia que usábamos en el primario, la Península Valdés y el Estrecho de Magallanes.

Hace unos años, mirando por la ventanilla en un vuelo de Buenos Aires a Santiago de Chile, pude ver, en un pequeño punto de la inmensidad de la pampa argentina, lo que parecía ser el casco de una estancia con los árboles plantados en forma de guitarra. La imagen era notable: un montón de árboles altos puestos de tal manera que formaban el contorno una inmensa guitarra, con una avenida que parecía ser de lapachos en el lugar de las cuerdas. Tomando el horario del despegue e imaginando unos setecientos kilómetros por hora de velocidad supuse que esa misteriosa guitarra estaría en el oeste de Buenos Aires o en el sur de Córdoba. En el vuelo de regreso pedí ventanilla del lado opuesto al de la ida para volver a toparme con la guitarra, pero las nubes lo impidieron.  

Años más tarde —ahora— caigo por casualidad en una nota de 2011 que salió en el Wall Street Journal donde se pusieron a investigar la anónima guitarra. 

Pedro Martín Ureta se casó en la década del 60 con Graciela Iraizoz, que murió en 1977, a los veinticinco años, embarazada de su quinto hijo. Cuenta Pedro que una vez Graciela se tomó un avión y se sentó en la ventanilla y vio el casco de una estancia que parecía tener la forma de un balde. Le divirtió y le propuso a su marido hacer lo mismo en la estancia propia, pero en vez de un balde con forma de guitarra. Él en su momento no le dio mucha bolilla, confiesa ahora.

Tras la muerte de Graciela, Pedro decidió cumplir el deseo. Intentó contratar a paisajistas y jardineros pero todos le dijeron estás loco, cómo vas a querer hacer un casco con forma de guitarra y aparte en el sur de Córdoba hay viento y sequía y cuices y liebres que destruyen las plantas. Así que el tipo agarró y mientras criaba solo a sus cuatro hijos aprendió jardinería y se puso a plantar árbol tras árbol, como quería su esposa muerta. El contorno y la boca de la guitarra están hechos de cipreses y las cuerdas no son lapachos sino eucaliptos azulados. Pedro tuvo que sembrar y resembrar porque, como le decían los paisajistas y los jardineros, en el sur de Córdoba hay viento y sequía y cuices y liebres que destruyen las plantas, hasta que finalmente inventó unos sarmientos de metal que cubrían el arbusto hasta que se convirtiera en árbol.

Con el paso del tiempo los hijos de Pedro y Graciela crecieron al igual que los árboles y finalmente se pudieron ver los frutos de tanto trabajo. La guitarra de cipreses y eucaliptos es celebrada por los enamorados de todo el mundo, por los periodistas del Wall Street Journal, por los pilotos de Aerolíneas Argentinas y de Lan Chile, y hasta por los holandeses de la KLM que tienen un vuelo a Buenos Aires que después sigue a Santiago. 

La Estancia La Guitarra, sobre la ruta 7 cerca de General Levalle, es un pequeño punto turístico en la riquísima nada que separa Buenos Aires de los Andes. 

Todos los que vuelan de Buenos Aires a Santiago de Chile pueden verla siempre que se sienten en la ventanilla del lado derecho y el día esté soleado. Todos, menos su creador. 

Pedro Martín Ureta nunca vio el homenaje que, con tanto esfuezo, le hizo a su mujer.

Le tiene miedo a los aviones.