Siempre que tomo un vuelo diurno elijo sentarme en la ventanilla porque me gusta ver el mundo. Así una vez, yendo de Buenos Aires para Europa, me quedé impresionado porque el avión iba tan alto que se veía perfecto la curvatura de la Tierra. “O sea que es redonda”, pensé y me sentí un poco como Santo Tomás que no creía si no veía. Otra vez, camino a Ushuaia en un vetusto Fokker de la Fuerza Aérea, aparecieron, como en los mapas Rivadavia que usábamos en el primario, la Península Valdés y el Estrecho de Magallanes.
Hace unos años, mirando por la ventanilla en un vuelo de Buenos Aires a Santiago de Chile, pude ver, en un pequeño punto de la inmensidad de la pampa argentina, lo que parecía ser el casco de una estancia con los árboles plantados en forma de guitarra. La imagen era notable: un montón de árboles altos puestos de tal manera que formaban el contorno una inmensa guitarra, con una avenida que parecía ser de lapachos en el lugar de las cuerdas. Tomando el horario del despegue e imaginando unos setecientos kilómetros por hora de velocidad supuse que esa misteriosa guitarra estaría en el oeste de Buenos Aires o en el sur de Córdoba. En el vuelo de regreso pedí ventanilla del lado opuesto al de la ida para volver a toparme con la guitarra, pero las nubes lo impidieron.
Años más tarde —ahora— caigo por casualidad en una nota de 2011 que salió en el Wall Street Journal donde se pusieron a investigar la anónima guitarra.
Pedro Martín Ureta se casó en la década del 60 con Graciela Iraizoz, que murió en 1977, a los veinticinco años, embarazada de su quinto hijo. Cuenta Pedro que una vez Graciela se tomó un avión y se sentó en la ventanilla y vio el casco de una estancia que parecía tener la forma de un balde. Le divirtió y le propuso a su marido hacer lo mismo en la estancia propia, pero en vez de un balde con forma de guitarra. Él en su momento no le dio mucha bolilla, confiesa ahora.
Tras la muerte de Graciela, Pedro decidió cumplir el deseo. Intentó contratar a paisajistas y jardineros pero todos le dijeron estás loco, cómo vas a querer hacer un casco con forma de guitarra y aparte en el sur de Córdoba hay viento y sequía y cuices y liebres que destruyen las plantas. Así que el tipo agarró y mientras criaba solo a sus cuatro hijos aprendió jardinería y se puso a plantar árbol tras árbol, como quería su esposa muerta. El contorno y la boca de la guitarra están hechos de cipreses y las cuerdas no son lapachos sino eucaliptos azulados. Pedro tuvo que sembrar y resembrar porque, como le decían los paisajistas y los jardineros, en el sur de Córdoba hay viento y sequía y cuices y liebres que destruyen las plantas, hasta que finalmente inventó unos sarmientos de metal que cubrían el arbusto hasta que se convirtiera en árbol.
Con el paso del tiempo los hijos de Pedro y Graciela crecieron al igual que los árboles y finalmente se pudieron ver los frutos de tanto trabajo. La guitarra de cipreses y eucaliptos es celebrada por los enamorados de todo el mundo, por los periodistas del Wall Street Journal, por los pilotos de Aerolíneas Argentinas y de Lan Chile, y hasta por los holandeses de la KLM que tienen un vuelo a Buenos Aires que después sigue a Santiago.
La Estancia La Guitarra, sobre la ruta 7 cerca de General Levalle, es un pequeño punto turístico en la riquísima nada que separa Buenos Aires de los Andes.
Todos los que vuelan de Buenos Aires a Santiago de Chile pueden verla siempre que se sienten en la ventanilla del lado derecho y el día esté soleado. Todos, menos su creador.
Pedro Martín Ureta nunca vio el homenaje que, con tanto esfuezo, le hizo a su mujer.
Le tiene miedo a los aviones.