Vacía como pocas veces y con una ligera brisa agradable, la Cañada se estremeció con los primeros tiros que se oyeron desde la Vélez Sarsfield. El kiosquero de San Luis cerró la persiana con cara de terror y los pocos vecinos que quedaban se acobacharon detrás de sus dobles cerraduras.
Mientras uno puteaba porque se había olvidado de comprar puchos, unas cuadras más allá, donde Pueyrredón se convierte en Estrada, los celulares de los estudiantes pedían tregua ante las constantes llamadas de las madres angustiadas en provincias alejadas. El bar de la esquina de Buenos Aires, ese que nunca cerraba, funcionó como punto de reunión de los unidos por la desesperación, convertidos en ese momento en un aborto de grupo paramilitar. Cincuentones que no manejaban armas desde el servicio militar, veintiañeros que nunca hicieron el servicio militar y algunas mujeres armaban algo así como un plan de logística para defender la zona.
El contador González, el tipo más tranquilo de todos, fue el que le tiró el primer cascotazo a un motoquero que intentaba reventar la inmobiliaria de Sergio Villella. El contador González, el tipo más tranquilo de todos, se largó a llorar después, como quien no se reconoce. Justo él, que paseaba a su perro por el Parque Sarmiento todas las mañanas y que gustaba de oír a Bach, se había convertido en un violento. No se había dado cuenta, lo superó la sorpresa, la bronca, la incertidumbre, el miedo.
"Tranquilo, contador. Es la situación", oyó que lo consolaba alguien, mientras un joven con tonada santiagueña pensaba en voz alta que hay que ser pelotudo si creés que podés sacar algo de una inmobiliaria.
Al flaquito de la moto, que tendría unos veinte años como mucho, lo lincharon entre varios y el contador González se acordó de una foto de los de Sendero Luminoso en el Perú, que lapidaban a sus víctimas, que acompañaba una edición de un libro de Vargas Llosa que una vez había leído. El flaquito de la moto, que tendría unos veinte años como mucho, terminó la napia contra el asfalto, ensangrentado. Al contador González le impresionó que no gritara, que estuviera resignado ante su suerte, como quien no tiene qué perder.
"Basta, basta, ¡lo van a matar!", se oyó a sí mismo gritar el contador González, y los cincuentones se frenaron y lo miraron con sorpresa. "¿Por qué basta? Que se cague", se quejó una señora.
Por la televisión del bar de la Buenos Aires insistían en que habían destruido el Cordiez de frente al Teatro y el kiosquero de San Luis y Belgrano se agarró la cabeza cuando vio que no había renovado el seguro del local, ese que su mujer había sacado una vez sin avisarle. En el edificio del contador González, sobre Obispo Oro, el guardia de seguridad, él también muerto de miedo y pensando en su familia en Ciudad de Mis Sueños, terminaba de recorrer los pisos. "Apaguen las luces, bajen las persianas y si van a ver la televisión bajen el volumen", les pidió a los copropietarios e inquilinos.
Hasta LV3 había cambiado los boleros de trasnoche de Luis Beresovsky por un noticiero.
Por la Cañada ya no caminaba nadie y se oía el ruido de la ambulancia que iba a buscar al flaquito de la moto para internarlo. El contador González, abatido, abandonó el puesto de vigilancia vecinal y al caminar vio que todos los que circulaban lo hacían unos al lado de los otros, buscando protección. "En manada", pensó el contador González, pero la vidriera rota de la panadería de su cuadra le interrumpió las reflexiones. Adentro no quedaba nada salvo el dueño que lloraba.
Saludó con una mueca al guardia de seguridad, subió al tercer piso y vio que al abrir el ascensor varios vecinos se asomaban. "Ah, contador, es usted, qué susto", le dijeron, y volvieron a encerrarse. Encendió el televisor y le dieron ganas de fumar a él que nunca había fumado. Buscó en la cajonera de la cocina y encontró un atado de Particulares de su madre fallecida. Con un fósforo encendió el cigarrillo y tosió al aspirar. "En las películas se ve más fácil", dijo en voz alta y apagó el pucho contra un plato.
Encontró al perro debajo de la cama. "Vos también tenés miedo", le dijo forzando una sonrisa.
Por la pared del dormitorio oía el televisor encendido en el departamento de al lado. El gobernador había vuelto de vacaciones por la crisis y anunciaba, con tono heroico, que no daría el brazo a torcer. La cara del flaquito de la moto, que tendría unos veinte años como mucho, se le apareció, seguida por el sonido del cascotazo y el "Que se cague" de la señora.
Pero lo que más fuerte oía el contador González era la voz de aquel hombre que, con naturalidad, lo consoló.
"Tranquilo, contador. Es la situación."