martes, 3 de diciembre de 2013

La situación

Vacía como pocas veces y con una ligera brisa agradable, la Cañada se estremeció con los primeros tiros que se oyeron desde la Vélez Sarsfield. El kiosquero de San Luis cerró la persiana con cara de terror y los pocos vecinos que quedaban se acobacharon detrás de sus dobles cerraduras.

Mientras uno puteaba porque se había olvidado de comprar puchos, unas cuadras más allá, donde Pueyrredón se convierte en Estrada, los celulares de los estudiantes pedían tregua ante las constantes llamadas de las madres angustiadas en provincias alejadas. El bar de la esquina de Buenos Aires, ese que nunca cerraba, funcionó como punto de reunión de los unidos por la desesperación, convertidos en ese momento en un aborto de grupo paramilitar. Cincuentones que no manejaban armas desde el servicio militar, veintiañeros que nunca hicieron el servicio militar y algunas mujeres armaban algo así como un plan de logística para defender la zona.

El contador González, el tipo más tranquilo de todos, fue el que le tiró el primer cascotazo a un motoquero que intentaba reventar la inmobiliaria de Sergio Villella. El contador González, el tipo más tranquilo de todos, se largó a llorar después, como quien no se reconoce. Justo él, que paseaba a su perro por el Parque Sarmiento todas las mañanas y que gustaba de oír a Bach, se había convertido en un violento. No se había dado cuenta, lo superó la sorpresa, la bronca, la incertidumbre, el miedo.

"Tranquilo, contador. Es la situación", oyó que lo consolaba alguien, mientras un joven con tonada santiagueña pensaba en voz alta que hay que ser pelotudo si creés que podés sacar algo de una inmobiliaria.

Al flaquito de la moto, que tendría unos veinte años como mucho, lo lincharon entre varios y el contador González se acordó de una foto de los de Sendero Luminoso en el Perú, que lapidaban a sus víctimas, que acompañaba una edición de un libro de Vargas Llosa que una vez había leído. El flaquito de la moto, que tendría unos veinte años como mucho, terminó la napia contra el asfalto, ensangrentado. Al contador González le impresionó que no gritara, que estuviera resignado ante su suerte, como quien no tiene qué perder. 

"Basta, basta, ¡lo van a matar!", se oyó a sí mismo gritar el contador González, y los cincuentones se frenaron y lo miraron con sorpresa. "¿Por qué basta? Que se cague", se quejó una señora.

Por la televisión del bar de la Buenos Aires insistían en que habían destruido el Cordiez de frente al Teatro y el kiosquero de San Luis y Belgrano se agarró la cabeza cuando vio que no había renovado el seguro del local, ese que su mujer había sacado una vez sin avisarle. En el edificio del contador González, sobre Obispo Oro, el guardia de seguridad, él también muerto de miedo y pensando en su familia en Ciudad de Mis Sueños, terminaba de recorrer los pisos. "Apaguen las luces, bajen las persianas y si van a ver la televisión bajen el volumen", les pidió a los copropietarios e inquilinos. 

Hasta LV3 había cambiado los boleros de trasnoche de Luis Beresovsky por un noticiero.

Por la Cañada ya no caminaba nadie y se oía el ruido de la ambulancia que iba a buscar al flaquito de la moto para internarlo. El contador González, abatido, abandonó el puesto de vigilancia vecinal y al caminar vio que todos los que circulaban lo hacían unos al lado de los otros, buscando protección. "En manada", pensó el contador González, pero la vidriera rota de la panadería de su cuadra le interrumpió las reflexiones. Adentro no quedaba nada salvo el dueño que lloraba.

Saludó con una mueca al guardia de seguridad, subió al tercer piso y vio que al abrir el ascensor varios vecinos se asomaban. "Ah, contador, es usted, qué susto", le dijeron, y volvieron a encerrarse. Encendió el televisor y le dieron ganas de fumar a él que nunca había fumado. Buscó en la cajonera de la cocina y encontró un atado de Particulares de su madre fallecida. Con un fósforo encendió el cigarrillo y tosió al aspirar. "En las películas se ve más fácil", dijo en voz alta y apagó el pucho contra un plato. 

Encontró al perro debajo de la cama. "Vos también tenés miedo", le dijo forzando una sonrisa.

Por la pared del dormitorio oía el televisor encendido en el departamento de al lado. El gobernador había vuelto de vacaciones por la crisis y anunciaba, con tono heroico, que no daría el brazo a torcer. La cara del flaquito de la moto, que tendría unos veinte años como mucho, se le apareció, seguida por el sonido del cascotazo y el "Que se cague" de la señora.

Pero lo que más fuerte oía el contador González era la voz de aquel hombre que, con naturalidad, lo consoló.

"Tranquilo, contador. Es la situación."

domingo, 16 de junio de 2013

Economía

Sobre la calle principal de Tilcara, que como todo en Jujuy se llama Belgrano, había una señora que en su pequeño rescoldo preparaba unas riquísimas tortillas de pan sin levadura que cobraba un peso o dos si la querías con jamón. Era una costumbre con la primada alguna tarde durante las visitas comprar una botella de cerveza y sentarse en la plaza a merendar ese manjar. En verano, a partir de que Tilcara se puso de moda con los porteños, para comprarle la tortilla a la señora había que hacer cola, pero ella no se inmutaba y las preparaba de a una con tranquilidad. “Tiempo andino”, llama a esa parsimonia una prima mía que conoce las montañas desde Chile hasta Colombia.

Un señor visiblemente porteño, que esperaba su turno y tenía hambre, se acercó al rescoldo y a la señora para sugerirle hacer dos tortillas al mismo tiempo. “Tiene lugar en la parilla –le dijo-, y si hace de a dos no sólo va a haber menos fila, sino que usted va a ganar más, porque podrá atender al doble de gente y cada persona que no le compró porque había que esperar va a venir a comprarle”.

La mujer, con sus ojos aindiados y sus manos gastadas, lo miró un instante y dio vuelta la tortilla. Cuando el porteño se estaba por dar por vencido en obtener una respuesta, ella volvió a mirarlo y le contestó:

“Puede ser lo que usted dice. Pero la verdad, ¿yo qué apuro tengo?”

viernes, 7 de junio de 2013

Tradiciones

Desde que recuerdo, mis veraneos de infancia fueron todos en la costa uruguaya. La familia tenía una casa de aquel lado del río y viajábamos, a veces en barco, a veces por tierra, a mediados de diciembre, mínimo por mes, mes y medio. Hacia mi adolescencia empezamos a ir cada vez menos, sobre todo desde que mamá se mudó afuera. Hasta que para mi cumpleaños de 20 vendimos la casa.

Cada vez que viajábamos en barco con el viejo teníamos una suerte de tradición que no sabíamos que era tal: comprar, en el puerto, la revista Selecciones del Reader’s Digest. Yo tendría unos diez años y me encantaban las páginas intercaladas que tenían chistes aptos para todo público –“La risa, remedio infalible”, siempre titulaban– y pequeñas historias con moraleja sobre alguna viejita en un poblado de Arkansas o un dentista solidario en Oklahoma.

La Selecciones sobrevivía en alguna mesa de la casa durante toda la temporada. Creo que ahí nació mi costumbre de releer diarios viejos. Siempre alguien, me incluyo, agarraba la revista y se ponía a investigarla, por más que ya la hubiera leído. Sabíamos todos que, en el fondo, las ediciones del Reader’s Digest son todas más o menos iguales. Esa, creo, es la gracia de la revista.

El recuerdo permaneció dormido en mi memoria hasta que el otro día, a la altura de la estación de Castro Barros, se me sentó al lado en el subte una señora de unos cincuenta años que leía, muy divertida, el Reader’s Digest. No llegué a pensarlo y ya estaba hojeando la revista, con el disimulo propio de los que no queremos que sepan que estamos mirando lo que lee el de al lado. La señora leía una nota sobre la familia moderna. Pasaron muchos años, pero las ediciones del Reader’s Digest siguen siendo más o menos iguales.

La nota era larga y la señora se tomaba su tiempo en estudiarla. Mientras, yo pensaba que no sabía que la Selecciones siguiera existiendo. La imaginaba desaparecida desde hace años. Las ediciones que comprábamos en el puerto las suponía las últimas, si se piensa que, en realidad, el Reader’s Digest tenía sentido como método de exportación de la American way of life en un mundo bipolar que, cuando yo tenía 10 años, ya había dejado de existir.

Pero la señora seguía leyendo la nota sobre la familia moderna y llegábamos ya al Congreso. Le sonreí al levantarme del asiento y ella no pareció entender. Al subir a la superficie, recorrí un par de kioscos hasta que di con el número de este mes de la Selecciones. Le pagué al diariero y ahí mismo, como un niño, abrí la revista.

Sonreí cuando encontré lo que buscaba. Después de la primera nota, intercalada, la columna de chistes aptos para todo público con el mismo título de cuando era niño: “La risa, remedio infalible”.

miércoles, 15 de mayo de 2013

Remate

Tenía mi tío un pedazo de tierra, que en realidad era de su mujer, en un punto perdido de la geografía de Entre Ríos. Allí pasó la mayor parte de su vida y hasta una vez escribió un librito, que le publicó un sobrino con imprenta, sobre sus experiencias con los rusos alemanes, que es como en la costa del Uruguay llamaban a los alemanes del Volga, esos que puteaban a la peste de la langosta el idioma de Nietzsche mientras tomaban mate del samovar.

En los momentos de soledad, que eran muchos, y cuando tenía un problema de salud, mi tío le rezaba a una figura de la Virgen que había puesto en el pasillo al lado de su dormitorio. Decía que después de orar un rato se sentía mucho mejor y, si era de noche, lograba dormir unas horas.

Una tarde, ya retirado en un departamento porteño y el pedazo de tierra a cargo de sus hijos, lo fui a visitar. Aunque tenía más de noventa años y arrastraba los pies al caminar, seguía siendo uno de los hombres más duros que conocí. Esa tarde, no obstante, estaba caído, triste. “¿Qué te pasa?”, le pregunté.

Me mostró un aviso que había salido ese día en el diario: Saráchaga remataba los muebles de la casa del pedazo de tierra, algunos con bastante valor más por viejos que por lindos.

“Me enteré por el diario. Nadie me avisó -me dijo-. ¿Y sabés qué es lo peor? Ya me vendieron la Virgen”.

domingo, 31 de marzo de 2013

Poder


En mi primer trabajo de cadete había un abogado joven con el que nos hicimos bastante amigos. Era una excelente persona, un tipo sencillo, laburante, siempre alegre y que tenía miles de cuentos porque había trabajado de lo que se te ocurra para pagar su carrera en la universidad del Estado. Le habían dado una oficinita sin ventana y un sueldo mediocre donde con el transcurso del tiempo fue demostrando que sabía más de derecho de lo que los jefes pensaban, no obstante lo cual nunca le aumentaron el sueldo ni le dieron una ventana.

Un día anunció que se iba a poner su propio estudio y todos se cayeron de culo cuando dijo que a tal efecto había alquilado un piso frente al río en Puerto Madero. Decía que el abogado era antes que nada un confesor y no contaba acerca de sus clientes, salvo que uno de ellos le había pedido que se abriera solo para tenerlo para sí a tiempo completo.

Con el tiempo yo también cambié de trabajo y nos juntamos algunas veces a tomar unas cervezas en un pub de Reconquista y recordar épocas pasadas. Seguía siendo el mismo tipo laburante y alegre y una vez me pasó a buscar con un coche nuevo que se había comprado y se le notaba la felicidad del que cumplió el sueño de ser de los que manejan un auto alemán hecho en Alemania y no en Brasil.

La última vez que lo vi me lo crucé en la calle cerca de Tribunales. Vestía un traje caro y lentes negros. Le di un abrazo que contestó secamente pero lo mismo quedamos en juntarnos pronto a tomar unas cervezas. Lo llamé algunas veces y siempre decía que estaba ocupado, que justo esta semana imposible, que se iba de viaje y después me llamaba.

El otro día leí en el diario que ahora es el abogado de un tipo importante, con mucho dinero y poder y mujeres y autos alemanes hechos en Alemania, al que acusan de haberse quedado con una millonada de plata del Fisco.

Debe ser por eso que ya no puede juntarse a tomar una cerveza con el cadete del estudio.

Despedidas


Era una de las mujeres más elegantes que conocí, siempre arreglada y vestida con ropas que sin ostentar demostraban, aún para uno que sobre eso nada entiende, un muy buen gusto y placer por el detalle. Tenía un acento perfectamente porteño pero su madre peruana le había enseñado a hablar de tú y así lo hizo toda su vida.

Su esposo y ella eran muy amigos de mis padres y venían a menudo a cenar a casa durante mi infancia. Llegaban siempre muy puntuales y traían el postre, que podía variar entre helado y masitas rellenas con dulce de leche de una panadería de la Recoleta que creo que ya no existe. Después de comer me levantaba para ir a ver la televisión y, salvo que me hubiera quedado dormido, me llamaban cuando se iban para que nos despidiéramos. Bajaba al living con un par de hojotas que tuve toda mi infancia y que usaba cuando había visitas para no molestar a mi formal padre andando pata pila.

“¡Siempre tú y tus pantuflas!”, reía ella cuando me veía bajar.

Una gris mañana de invierno, muchos años después, caminaba por la calle 25 de Mayo cuando en una vidriera vi las mismas hojotas que usaba durante mi infancia –la moda es cíclica- y me acordé de ella. Sabía que había estado muy enferma y que, coqueta como era, no quería que nadie la viera. Hacía más de un lustro que las cenas en lo de mis padres se habían suspendido. Mamá, que sinceramente la extrañaba, un día le envió una carta que nunca le contestó. Las pocas noticias llegaban a través de su marido, que había cambiado las cenas en pareja por un whisky de tarde con mi padre en algún bar del centro.

Cuando llegué al trabajo, a unas cuadras de allí, llamé por teléfono a mi madre.

“- ¿Qué sabés de Teresa? -le pregunté.
- ¿Por qué preguntás?
- Recién me acordé de ella. ¿Por?
- Me acaba de llamar el hijo. Murió anoche”, contestó.

sábado, 30 de marzo de 2013

Catamarca


Íbamos por la ruta de montaña que cruza Catamarca en medio de la noche cerrada intentando llegar para la cena a un pueblito que en los mapas figura como Aconquija pero los tucumanos prefieren llamar Las Estancias. El ruido del ripio cedió ante la aparición del asfalto cuando todavía faltaban unos cincuenta kilómetros. Dicen que hay un camino más directo pero pasa por propiedad privada y en los feudos del Norte Grande nadie jode a los poderosos recordándoles que las rutas son públicas.

Por el parabrisas se podían adivinar, al fondo, las espléndidas cumbres de los Andes que techan prácticamente toda la geografía provincial. Fuera de alguna laucha que corría cuando veía las luces del auto, podía decirse con tranquilidad que éramos los únicos seres vivos en la zona.

Para cortar el silencio encendimos la radio y como no teníamos ningún cedé jugamos a ver qué frecuencia podíamos captar. Enganchamos una interferencia que por lo bajo repetía la Radio Nacional, donde se  entrevistaba a un ministro y se contaba que la temperatura en Buenos Aires era de veintiocho grados y cambiamos porque no nos importaba ni que en Buenos Aires hiciera calor ni que el ministro pensara que éste es el mejor gobierno de todos los tiempos porque lo tiene a él de ministro.

Detuvimos la perilla del dial cuando escuchamos, con una claridad inusitada para la Nada donde estábamos, a Frank Sinatra cantando Strangers in the Night, seguido por Edith Piaf y su Vie en rose. Avanzamos varios kilómetros perplejos, disfrutando de la música e intentando descifrar qué radio podía ser, hasta que la voz de Bruce Springsteen se cortó antes de terminar de cantar que había nacido en los Estados Unidos.

Cuando llegamos a Aconquija ya estaban sentados a la mesa y, con el mismo tono de sorpresa que puso el vigía de Colón cuando gritó Tierra, comentamos lo sucedido. “Es la radio de la minera. Los gringos viven ahí y no les gusta el folklore, así que ponen eso”, dijo el dueño de casa y cambió de tema, con total naturalidad. 

Bajo la sombra del algarrobo


Había, en el living de la casa de mis abuelos, un cuadro que valoraban mucho. Era el paisaje de un rancho en plena pampa que había hecho un pintor hijo de italianos que vivía en Villa Ballester, que a principios del siglo XX era un pueblito en el medio del campo. Mis abuelos tenían muy poco dinero y muy muchos amigos y uno de ellos pagó la fiesta de casamiento de mi tía, por lo que como agradecimiento le regalaron el cuadro, que era lo más valioso –económicamente- que poseían.

Mi padre se quedó con el recuerdo de ese cuadro y siempre intentó recuperarlo. Se comunicó con los hijos de ese amigo que lo había recibido, que en realidad era un primo de mi abuelo, y le dijeron que, como tantas cosas en la familia, nadie sabía dónde estaba. También llamó a un conocido que dice saber de arte y éste le contestó que como ese cuadro hay decenas, precisamente porque el pintor retrataba lo que tenía a mano en Villa Ballester, es decir un montón de ranchos en plena pampa.

Un día mi padre estaba de viaje y lo llamó su suegra, mi otra abuela, para avisarle que había encontrado el cuadro que él tanto quería recuperar: del pintor de Villa Ballester, un rancho en la pampa. “Cómprelo”, le dijo él sin pensarlo y sin pedir más datos. Mi padre y sus suegros nunca se tutearon.

Ni bien volvió a casa mi padre se avalanzó sobre el cuadro. Era efectivamente del mismo pintor que el que él buscaba y se trataba de un paisaje típico de la pampa. Era una imagen al atardecer, centrada en un inmenso algarrobo con su robusto tronco y, detrás suyo, un monte. Pero a simple vista, faltaba el rancho.

Mi padre se quedó en silencio unos instantes y luego sólo atinó a preguntar:

“- Pero, ¿y el rancho?
- Ahí está”, contestó su suegra, señalando a un costado, donde se veía el mismo monte pero con árboles más altos.

Mi padre nunca dijo nada al respecto y el cuadro, sin el rancho, está colgado en el living de su casa. Como el que estaba en lo de mis abuelos y que él tanto buscaba, que tenía un rancho.

La Casa de la Madama

Daireaux es uno de los tantos pueblos bucólicos de la pampa bonaerense, con su estación de servicio sobre la ruta, su terminal con un bar cuyo dueño papa moscas hasta que amarra algún colectivo, su Iglesia y su Banco Provincia y uno o dos restaurantes donde los comensales desean buen provecho cuando entran y cuando salen. Es otra más de las tantas localidades fundadas a lo largo de la vía de un ferrocarril que desapareció con el país.

Unos kilómetros más allá, en dirección a Carhué, siguiendo una larga avenida de polvo, hay un cacerío llamado La Larga. En las épocas de gloria, hace cien años, en La Larga paraba un vagón especial y hacían poner una alfombra roja entre la estación y el coche para que bajara uno que era poderoso e iba a visitar a su mujer. Hoy de eso no queda casi nada: apenas la estación, devenida en un aborto de centro cultural eternamente cerrado, y una panadería con kiosco incorporado.

Al fondo de la avenida, separada del resto de las demás, hay una casa vieja de estilo italiano escondida entre los inmensos eucaliptus. Ahí vivió una rumana que se llamaba Elena Gorjan y que enamoró a Julio Argentino Roca en la Niza de principios del siglo pasado. Dicen quienes la conocieron que era muy bella y tenía muchísimo carácter, ideal para un tipo que, ya ex presidente, en las cartas a su hermano se jactaba de haber sido el mejor administrador que jamás tuvo la Nación. Elena se vino a Buenos Aires invitada por su nuevo amigo y las hijas de Roca la exiliaron en el campo, avergonzadas de que su padre saliera con una bailarina de cabaret. El general, que era viudo, nunca escondió su relación, pero tampoco tuvo prisa en oficializarla. Por eso le construyó la casa y, dicen, le prometió incluirla en su testamento.

Tras la muerte de Roca, Elena se quedó en la casa por un tiempo y le escribió una carta a su hijastro, luego vicepresidente de Justo, reclamándole lo prometido. Está redactada en perfecto francés y siempre que se refiere a su amado lo llama “mon pauvre Général”. La familia la ignoró y sólo le respetó su morada de estilo italiano.

La vida de Elena después de la de su amado es confusa. Sólo se sabe que se radicó en Mendoza y que una noche del año cincuentipico mandó a la mucama a comprar un champancito, brindó con ella y se fue a dormir para nunca despertar.

En Daireaux dicen que la casa vieja de estilo italiano de La Larga es de un radical que fue intendente, pero nadie parece recordar que si el tren alguna vez paró ahí y ponían la alfombra roja sobre el polvo era porque se trataba, como le decía la peonada, de la Casa de la Madama.

Tío Michel


Apareció por primera vez a la hora de la cena en casa de una de mis hermanas y me llamó la atención por su inmenso tamaño, un ropero como quien dice, y por su acento del Barrio Norte mezclado con expresiones en inglés que parecían menos snobs que sinceras. Había vuelto con su esposa, mi tía, de vivir treinta años en Australia. Se habían jubilado y querían volver con la familia, decían: las veredas rotas, la gente que putea, esas cosas te atraen, las extrañás.

Que habían vivido en Australia era cierto. Los demás datos sobre su vida fueron para todos un misterio. No tenía plata ni apellido y él mismo recordaba que su padre le había aconsejado no estudiar para ingeniero agrónomo, carrera que nunca terminó, porque “no tenés campo, y a los que tienen campo no les gusta que venga un nenito sin campo a contarles cómo administrar el suyo”. Pero eso no le impidió casarse con una mujer muy cotizada en su época y conseguir un buen empleo en la parte de granos de una multinacional. Como no tenía ningún título universitario, contaba que se presentaba con unas tarjetas con su nombre y la leyenda “L.L.”. Por latin lover.

Por encima de todo era un rugbier. No sólo en su aspecto físico sino también en su estado de ánimo. Le gustaba burlarse, hacer chistes subidos de tono, relojear a las minas y beber fuerte. Era claramente un mitómano, de esa clase típica de Latinoamérica, que inventa historias para contarlas en las reuniones. Decía que había trabajado en una estancia en Tierra del Fuego con un inglés loco y el último de los onas y contaba cómo se había bañado en el Beagle embadurnándose con los aceites de los indígenas para no tener frío. Le encantaba recordar su trabajo en una mina en Tasmania y cómo con su compañero yugoeslavo dinamitaban puentes sin tener idea de cómo se usa la dinamita. También decía que su vecino en Canberra era un espía de los servicios secretos que se hacía pasar por productor de seguros y que a su hija María Juana le cambiaron el nombre a Johanna porque todos la llamaban marihuana.

Mi abuela, que era tan brillante como chusma, decía sin dudar que se habían mudado a Australia por trabajo, que aquí no había. Mis primos apostaban por el escandalete: ambos él y ella tenían matrimonios anteriores, él con dos hijas, y las segundas nupcias en la Argentina pre-divorcio vincular eran l’horreur, sobre todo entre la patriciada de Recoleta. Él, a algunos prefería decirles que se había ido por cuestiones políticas: según el interlocutor, fue perseguido por la Triple A o por Montoneros. Otro tío, de esos historiadores que no cuentan la historia sino que la reescriben, dice que en la multinacional le ofrecieron un puesto en Sydney y por eso se fueron, previo paso de unos años por Canadá.

Volvió a Buenos Aires para estar con la familia pero al poco tiempo se mudó con su esposa a una isla en el Delta del Paraná, adonde los visité una vez, cerca del arroyo Antequera. Decía tener cáncer pero antes de ir me pidió que le comprara cigarrillos y una botella de Criadores. Ni en la enfermedad podía creérsele.

De sus hijas rara vez hablaba. Tenía cuatro, dos en Australia con las que tenía poco contacto y dos aquí que nunca veía. Ninguna fue a su funeral. Un primo que anda en el tema agrario me contó que la mayor tiene grandes extensiones de tierra en Córdoba y que se la vincula con el narco. Tampoco mencionaba a su familia, que era del norte de Santa Fe, ni tenía muchos amigos. Sólo un primo, que había sido piloto de Aerolíneas y pagó los gastos de su entierro.

En los últimos años había cambiado el Delta y Recoleta por un dos ambientes en el Once y se decía kirchnerista por más que se hacía pasar por católico –se dice que iba todos los días a misa en Las Victorias– y por férreo antiperonista. Al día siguiente de su muerte, su mujer cambió el abono de Tiempo Argentino por el de La Nación.

A su entierro, un sábado a la mañana en otoño, llegué tarde. Habría unas diez personas, todos familiares que hacía mucho que no lo veían pero se enteraron y fueron. La ceremonia fue oficiada por un pastor anglicano y no duró más que diez minutos.