Apareció por primera vez a la hora de la cena en casa de una de mis hermanas y me llamó la atención por su inmenso tamaño, un ropero como quien dice, y por su acento del Barrio Norte mezclado con expresiones en inglés que parecían menos snobs que sinceras. Había vuelto con su esposa, mi tía, de vivir treinta años en Australia. Se habían jubilado y querían volver con la familia, decían: las veredas rotas, la gente que putea, esas cosas te atraen, las extrañás.
Que habían vivido en Australia era cierto. Los demás datos sobre su vida fueron para todos un misterio. No tenía plata ni apellido y él mismo recordaba que su padre le había aconsejado no estudiar para ingeniero agrónomo, carrera que nunca terminó, porque “no tenés campo, y a los que tienen campo no les gusta que venga un nenito sin campo a contarles cómo administrar el suyo”. Pero eso no le impidió casarse con una mujer muy cotizada en su época y conseguir un buen empleo en la parte de granos de una multinacional. Como no tenía ningún título universitario, contaba que se presentaba con unas tarjetas con su nombre y la leyenda “L.L.”. Por latin lover.
Por encima de todo era un rugbier. No sólo en su aspecto físico sino también en su estado de ánimo. Le gustaba burlarse, hacer chistes subidos de tono, relojear a las minas y beber fuerte. Era claramente un mitómano, de esa clase típica de Latinoamérica, que inventa historias para contarlas en las reuniones. Decía que había trabajado en una estancia en Tierra del Fuego con un inglés loco y el último de los onas y contaba cómo se había bañado en el Beagle embadurnándose con los aceites de los indígenas para no tener frío. Le encantaba recordar su trabajo en una mina en Tasmania y cómo con su compañero yugoeslavo dinamitaban puentes sin tener idea de cómo se usa la dinamita. También decía que su vecino en Canberra era un espía de los servicios secretos que se hacía pasar por productor de seguros y que a su hija María Juana le cambiaron el nombre a Johanna porque todos la llamaban marihuana.
Mi abuela, que era tan brillante como chusma, decía sin dudar que se habían mudado a Australia por trabajo, que aquí no había. Mis primos apostaban por el escandalete: ambos él y ella tenían matrimonios anteriores, él con dos hijas, y las segundas nupcias en la Argentina pre-divorcio vincular eran l’horreur, sobre todo entre la patriciada de Recoleta. Él, a algunos prefería decirles que se había ido por cuestiones políticas: según el interlocutor, fue perseguido por la Triple A o por Montoneros. Otro tío, de esos historiadores que no cuentan la historia sino que la reescriben, dice que en la multinacional le ofrecieron un puesto en Sydney y por eso se fueron, previo paso de unos años por Canadá.
Volvió a Buenos Aires para estar con la familia pero al poco tiempo se mudó con su esposa a una isla en el Delta del Paraná, adonde los visité una vez, cerca del arroyo Antequera. Decía tener cáncer pero antes de ir me pidió que le comprara cigarrillos y una botella de Criadores. Ni en la enfermedad podía creérsele.
De sus hijas rara vez hablaba. Tenía cuatro, dos en Australia con las que tenía poco contacto y dos aquí que nunca veía. Ninguna fue a su funeral. Un primo que anda en el tema agrario me contó que la mayor tiene grandes extensiones de tierra en Córdoba y que se la vincula con el narco. Tampoco mencionaba a su familia, que era del norte de Santa Fe, ni tenía muchos amigos. Sólo un primo, que había sido piloto de Aerolíneas y pagó los gastos de su entierro.
En los últimos años había cambiado el Delta y Recoleta por un dos ambientes en el Once y se decía kirchnerista por más que se hacía pasar por católico –se dice que iba todos los días a misa en Las Victorias– y por férreo antiperonista. Al día siguiente de su muerte, su mujer cambió el abono de Tiempo Argentino por el de La Nación.
A su entierro, un sábado a la mañana en otoño, llegué tarde. Habría unas diez personas, todos familiares que hacía mucho que no lo veían pero se enteraron y fueron. La ceremonia fue oficiada por un pastor anglicano y no duró más que diez minutos.