domingo, 31 de marzo de 2013

Despedidas


Era una de las mujeres más elegantes que conocí, siempre arreglada y vestida con ropas que sin ostentar demostraban, aún para uno que sobre eso nada entiende, un muy buen gusto y placer por el detalle. Tenía un acento perfectamente porteño pero su madre peruana le había enseñado a hablar de tú y así lo hizo toda su vida.

Su esposo y ella eran muy amigos de mis padres y venían a menudo a cenar a casa durante mi infancia. Llegaban siempre muy puntuales y traían el postre, que podía variar entre helado y masitas rellenas con dulce de leche de una panadería de la Recoleta que creo que ya no existe. Después de comer me levantaba para ir a ver la televisión y, salvo que me hubiera quedado dormido, me llamaban cuando se iban para que nos despidiéramos. Bajaba al living con un par de hojotas que tuve toda mi infancia y que usaba cuando había visitas para no molestar a mi formal padre andando pata pila.

“¡Siempre tú y tus pantuflas!”, reía ella cuando me veía bajar.

Una gris mañana de invierno, muchos años después, caminaba por la calle 25 de Mayo cuando en una vidriera vi las mismas hojotas que usaba durante mi infancia –la moda es cíclica- y me acordé de ella. Sabía que había estado muy enferma y que, coqueta como era, no quería que nadie la viera. Hacía más de un lustro que las cenas en lo de mis padres se habían suspendido. Mamá, que sinceramente la extrañaba, un día le envió una carta que nunca le contestó. Las pocas noticias llegaban a través de su marido, que había cambiado las cenas en pareja por un whisky de tarde con mi padre en algún bar del centro.

Cuando llegué al trabajo, a unas cuadras de allí, llamé por teléfono a mi madre.

“- ¿Qué sabés de Teresa? -le pregunté.
- ¿Por qué preguntás?
- Recién me acordé de ella. ¿Por?
- Me acaba de llamar el hijo. Murió anoche”, contestó.