Tenía mi tío un pedazo de tierra, que en realidad era de
su mujer, en un punto perdido de la geografía de Entre Ríos. Allí pasó la mayor
parte de su vida y hasta una vez escribió un librito, que le publicó un sobrino
con imprenta, sobre sus experiencias con los rusos alemanes, que es como en la
costa del Uruguay llamaban a los alemanes del Volga, esos que puteaban a la
peste de la langosta el idioma de Nietzsche mientras tomaban mate del samovar.
En los momentos de soledad, que eran muchos, y cuando
tenía un problema de salud, mi tío le rezaba a una figura de la Virgen que
había puesto en el pasillo al lado de su dormitorio. Decía que después de orar
un rato se sentía mucho mejor y, si era de noche, lograba dormir unas horas.
Una tarde, ya retirado en un departamento porteño y el
pedazo de tierra a cargo de sus hijos, lo fui a visitar. Aunque tenía más de
noventa años y arrastraba los pies al caminar, seguía siendo uno de los hombres
más duros que conocí. Esa tarde, no obstante, estaba caído, triste. “¿Qué te
pasa?”, le pregunté.
Me mostró un aviso que había salido ese día en el diario: Saráchaga
remataba los muebles de la casa del pedazo de tierra, algunos con bastante
valor más por viejos que por lindos.
“Me enteré por el diario. Nadie me avisó -me dijo-. ¿Y sabés
qué es lo peor? Ya me vendieron la Virgen”.