Desde que
recuerdo, mis veraneos de infancia fueron todos en la costa uruguaya. La
familia tenía una casa de aquel lado del río y viajábamos, a veces en barco, a
veces por tierra, a mediados de diciembre, mínimo por mes, mes y medio. Hacia
mi adolescencia empezamos a ir cada vez menos, sobre todo desde que mamá se
mudó afuera. Hasta que para mi cumpleaños de 20 vendimos la casa.
Cada vez que viajábamos en barco con el viejo teníamos
una suerte de tradición que no sabíamos que era tal: comprar, en el puerto, la
revista Selecciones del Reader’s Digest. Yo tendría unos diez años y me
encantaban las páginas intercaladas que tenían chistes aptos para todo público –“La
risa, remedio infalible”, siempre titulaban– y pequeñas historias con moraleja
sobre alguna viejita en un poblado de Arkansas o un dentista solidario en
Oklahoma.
La Selecciones sobrevivía en alguna mesa de
la casa durante toda la temporada. Creo que ahí nació mi costumbre de releer
diarios viejos. Siempre alguien, me incluyo, agarraba la revista y se ponía a
investigarla, por más que ya la hubiera leído. Sabíamos todos que, en el fondo, las ediciones del Reader’s Digest son todas más o menos iguales. Esa, creo,
es la gracia de la revista.
El recuerdo
permaneció dormido en mi memoria hasta que el otro día, a la altura de la
estación de Castro Barros, se me sentó al lado en el subte una señora de unos
cincuenta años que leía, muy divertida, el Reader’s Digest. No llegué a
pensarlo y ya estaba hojeando la revista, con el disimulo propio de los que no
queremos que sepan que estamos mirando lo que lee el de al lado. La señora leía
una nota sobre la familia moderna. Pasaron muchos años, pero las ediciones del
Reader’s Digest siguen siendo más o menos iguales.
La nota era
larga y la señora se tomaba su tiempo en estudiarla. Mientras, yo pensaba que
no sabía que la Selecciones siguiera existiendo. La imaginaba
desaparecida desde hace años. Las ediciones que comprábamos en el puerto las
suponía las últimas, si se piensa que, en realidad, el Reader’s Digest tenía
sentido como método de exportación de la American way of life en un mundo
bipolar que, cuando yo tenía 10 años, ya había dejado de existir.
Pero la señora
seguía leyendo la nota sobre la familia moderna y llegábamos ya al Congreso. Le
sonreí al levantarme del asiento y ella no pareció entender. Al subir a la
superficie, recorrí un par de kioscos hasta que di con el número de este mes de
la Selecciones. Le pagué al diariero y ahí mismo, como un niño, abrí la
revista.
Sonreí cuando encontré lo que buscaba. Después de la primera nota, intercalada,
la columna de chistes aptos para todo público con el mismo título de cuando era niño: “La risa, remedio infalible”.