domingo, 16 de junio de 2013

Economía

Sobre la calle principal de Tilcara, que como todo en Jujuy se llama Belgrano, había una señora que en su pequeño rescoldo preparaba unas riquísimas tortillas de pan sin levadura que cobraba un peso o dos si la querías con jamón. Era una costumbre con la primada alguna tarde durante las visitas comprar una botella de cerveza y sentarse en la plaza a merendar ese manjar. En verano, a partir de que Tilcara se puso de moda con los porteños, para comprarle la tortilla a la señora había que hacer cola, pero ella no se inmutaba y las preparaba de a una con tranquilidad. “Tiempo andino”, llama a esa parsimonia una prima mía que conoce las montañas desde Chile hasta Colombia.

Un señor visiblemente porteño, que esperaba su turno y tenía hambre, se acercó al rescoldo y a la señora para sugerirle hacer dos tortillas al mismo tiempo. “Tiene lugar en la parilla –le dijo-, y si hace de a dos no sólo va a haber menos fila, sino que usted va a ganar más, porque podrá atender al doble de gente y cada persona que no le compró porque había que esperar va a venir a comprarle”.

La mujer, con sus ojos aindiados y sus manos gastadas, lo miró un instante y dio vuelta la tortilla. Cuando el porteño se estaba por dar por vencido en obtener una respuesta, ella volvió a mirarlo y le contestó:

“Puede ser lo que usted dice. Pero la verdad, ¿yo qué apuro tengo?”

viernes, 7 de junio de 2013

Tradiciones

Desde que recuerdo, mis veraneos de infancia fueron todos en la costa uruguaya. La familia tenía una casa de aquel lado del río y viajábamos, a veces en barco, a veces por tierra, a mediados de diciembre, mínimo por mes, mes y medio. Hacia mi adolescencia empezamos a ir cada vez menos, sobre todo desde que mamá se mudó afuera. Hasta que para mi cumpleaños de 20 vendimos la casa.

Cada vez que viajábamos en barco con el viejo teníamos una suerte de tradición que no sabíamos que era tal: comprar, en el puerto, la revista Selecciones del Reader’s Digest. Yo tendría unos diez años y me encantaban las páginas intercaladas que tenían chistes aptos para todo público –“La risa, remedio infalible”, siempre titulaban– y pequeñas historias con moraleja sobre alguna viejita en un poblado de Arkansas o un dentista solidario en Oklahoma.

La Selecciones sobrevivía en alguna mesa de la casa durante toda la temporada. Creo que ahí nació mi costumbre de releer diarios viejos. Siempre alguien, me incluyo, agarraba la revista y se ponía a investigarla, por más que ya la hubiera leído. Sabíamos todos que, en el fondo, las ediciones del Reader’s Digest son todas más o menos iguales. Esa, creo, es la gracia de la revista.

El recuerdo permaneció dormido en mi memoria hasta que el otro día, a la altura de la estación de Castro Barros, se me sentó al lado en el subte una señora de unos cincuenta años que leía, muy divertida, el Reader’s Digest. No llegué a pensarlo y ya estaba hojeando la revista, con el disimulo propio de los que no queremos que sepan que estamos mirando lo que lee el de al lado. La señora leía una nota sobre la familia moderna. Pasaron muchos años, pero las ediciones del Reader’s Digest siguen siendo más o menos iguales.

La nota era larga y la señora se tomaba su tiempo en estudiarla. Mientras, yo pensaba que no sabía que la Selecciones siguiera existiendo. La imaginaba desaparecida desde hace años. Las ediciones que comprábamos en el puerto las suponía las últimas, si se piensa que, en realidad, el Reader’s Digest tenía sentido como método de exportación de la American way of life en un mundo bipolar que, cuando yo tenía 10 años, ya había dejado de existir.

Pero la señora seguía leyendo la nota sobre la familia moderna y llegábamos ya al Congreso. Le sonreí al levantarme del asiento y ella no pareció entender. Al subir a la superficie, recorrí un par de kioscos hasta que di con el número de este mes de la Selecciones. Le pagué al diariero y ahí mismo, como un niño, abrí la revista.

Sonreí cuando encontré lo que buscaba. Después de la primera nota, intercalada, la columna de chistes aptos para todo público con el mismo título de cuando era niño: “La risa, remedio infalible”.