lunes, 27 de octubre de 2014

El abra de Tumbaya

En Edimburgo hay una librería de usados de esas que uno imaginaba que existen solo en Buenos Aires, un sucucho con una puertita a la calle y miles de libros de todos los temas y épocas apilados en la forma más caótica posible y un librero que, sentado en su escritorio, conoce exactamente qué tiene y dónde lo guarda. Voy poco porque en esta época en que andamos todos apurados cada ida implica media hora de charla con el librero, amante de Shakespeare y los clásicos rusos, como todos los libreros de usados del mundo.

Es claro que el librero, un pelado gordito muy escocés de unos cincuenta años, habla ruso y alemán: los libros en esos idiomas están ordenados y, dentro del caos, bastante clasificados. También es claro que el librero no maneja ninguna lengua romance: como quien piensa que son todas lo mismo, las obras en castellano, francés, italiano y portugués se confunden en dos pilas de metro y medio de alto que nacen en el suelo.

Pispeando las columnas latinas una tapa rosa que se divisaba por lo bajo me llamó la atención. Corrí un par de libros que tenía encima y al abrir en la página uno no pude evitar sonreír, mezcla de alegría y de sorpresa: “Al ponerse el sol de una tarde de octubre, tibia y perfumada, una columna, compuesta de un escuadrón y dos batallones subía a la quebrada de León, mágico pensil que desde la tablada de Jujuy se extiende, en un espacio de nueve leguas, hasta las mineras rocas de El Volcán.”

Dormía entre millones de tedios sobre crítica literaria, en una librería de usados de Edimburgo, El pozo del Yocci, de Juana Manuela Gorriti, “libro de edición argentina printed in the United States of America”. Aquí también se ponía el sol de una tarde de octubre, aunque fría y sin perfume, cuando, de la mano de la autora, me adentré en plena independencia argentina, en el abra de Tumbaya rumbo al Alto Perú pasando por el fresco vallecito de Tilcara. Me encontré, en el pequeño puesto de La Quiaca, con el hijo de Fernández Campero, el último marqués de Yavi, que estaba ahí con unos pobres correntinos. Y por un ratito, en el oscuro otoño escocés, me sentí muy cerca de casa.

Levanté la vista y el librero, pelado y gordito, me estaba mirando. “Lo llevás, ¿verdad?”, me preguntó.

sábado, 10 de mayo de 2014

Argibay

Para los que trabajamos en el Poder Judicial, representaba la esperanza de que cualquier pinche puede llegar a ministro de la Corte Suprema. Había ocupado prácticamente todos los cargos de la carrera judicial, desde auxiliar hasta juez de tribunal oral. En muchos de ellos fue la primera mujer, como cuando la designaron secretaria de la Cámara Criminal y Correccional de la Capital. En ese entonces, para las mujeres estaban los cargos –bajos– en el fuero de familia. Penal era cosa de machos. Y fue también la primera mujer designada en la Corte en democracia. Su única antecesora era Margarita Argúas, una civilista de prestigio que pasó fugazmente durante la dictadura de Onganía.

Era mujer de despacho, de expediente. Soltera, sin hijos, vivió siempre con su madre en un departamento de la calle Montevideo, no muy lejos de Tribunales. Desarrolló alguna actividad académica –la UBA la tuvo como profesora adjunta, por concurso, de penal y procesal penal–, pero lo suyo eran las causas. Junto con la otra mujer, Elena Highton, ex jueza de la Cámara Civil, le dieron el toque judicial a un tribunal donde se juntan miembros de la política, del ejercicio liberal de la profesión y de la academia. Las estadísticas de Gustavo Arballo demuestran que era una solitaria: creía que la Corte era un tribunal constitucional que debía expedirse sólo en temas trascendentales. No dudó en aplicar el certiorari del art. 280 CPCCN en miles de expedientes, aún en disidencia. “Los jueces, por definición, deben ser antipáticos”, dijo una vez en una entrevista.

Su voto en el caso del aborto no punible –“F., A. L. s/Medida autosatisfactiva”– es quizás el mayor exponente del pensamiento argibayano: a la Corte le corresponde analizar si la norma es constitucional o no y punto. Todo lo demás, la declaración jurada de que la mujer fue violada, el instructivo a realizar por cada provincia para actuar en casos como este, etc., son cosas que corresponden al Ejecutivo y al Legislativo. Al decir que el aborto, en el supuesto previsto en el Código Penal, es constitucional, se agota la competencia de la Corte.

Estaba esperando su voto en el caso del hombre en muerte cerebral cuya familia solicitó su desconexión. Tendré que quedarme con las ganas.

La última vez que la vi me dijo que “me gustaría contarte que estoy bien de salud, pero no es así”. Fumadora empedernida con voz ronca, el cigarrillo terminó por matarla. Ya en La Haya había alquilado un departamento moderno en las afueras: las casas viejas del centro no tenían ascensor y se agitaba al subir las escaleras. Además, precisaba lugar para poner el piano: su madre, que la visitaba, era una impecable pianista. Al Tribunal Penal Internacional para la ex Yugoslavia iba en colectivo.

Tenía asignado un auto con chofer, que usaba apenas para asistir a los eventos oficiales. Mantenía un bajísimo perfil y ese anonimato le permitía subirse a un taxi como cualquier persona de a pie. Los hospitales donde se internaba me hacen pensar que incluso no tenía medicina prepaga sino que se hacía atender por la Obra Social del Poder Judicial.

Ferozmente independiente, no le atendía el teléfono a quienes la llamaban y rara vez aceptaba visitas en su oficina. Nunca le interesó ser presidenta del tribunal; el cargo, además, implicaba ir todos los días a firmar el despacho diario y su salud no se lo permitía. Sí creó la Oficina de la Mujer, desde donde presentó estudios sobre el machismo en el Poder Judicial y planteó crear lactarios en los tribunales –aún hoy muy pocos los tienen–.

La pérdida de Carmen Argibay no es sólo la de una gran jueza. Es, sobre todo, la de una muy buena persona.