Para los que trabajamos
en el Poder Judicial, representaba la esperanza de que cualquier
pinche puede llegar a ministro de la Corte Suprema. Había ocupado
prácticamente todos los cargos de la carrera judicial, desde
auxiliar hasta juez de tribunal oral. En muchos de ellos fue la
primera mujer, como cuando la designaron secretaria de la Cámara
Criminal y Correccional de la Capital. En ese entonces, para las
mujeres estaban los cargos –bajos– en el fuero de familia. Penal
era cosa de machos. Y fue también la primera mujer designada en la
Corte en democracia. Su única antecesora era Margarita Argúas, una
civilista de prestigio que pasó fugazmente durante la dictadura de
Onganía.
Era mujer de despacho, de
expediente. Soltera, sin hijos, vivió siempre con su madre en un
departamento de la calle Montevideo, no muy lejos de Tribunales.
Desarrolló alguna actividad académica –la UBA la tuvo como
profesora adjunta, por concurso, de penal y procesal penal–, pero
lo suyo eran las causas. Junto con la otra mujer, Elena Highton, ex jueza de la Cámara Civil, le dieron el toque judicial a un tribunal donde se juntan miembros de la
política, del ejercicio liberal de la profesión y de la academia.
Las estadísticas de Gustavo Arballo demuestran que era una
solitaria: creía que la Corte era un tribunal constitucional que
debía expedirse sólo en temas trascendentales. No dudó en aplicar
el certiorari del art. 280 CPCCN en miles de expedientes, aún en
disidencia. “Los jueces, por definición, deben ser antipáticos”,
dijo una vez en una entrevista.
Su
voto en el caso del aborto no punible –“F., A. L.
s/Medida autosatisfactiva”–
es quizás el mayor exponente del pensamiento argibayano: a la Corte
le corresponde analizar si la norma es constitucional o no y punto.
Todo lo demás, la declaración jurada de que la mujer fue violada,
el instructivo a realizar por cada provincia para actuar en casos
como este, etc., son cosas que corresponden al Ejecutivo y al
Legislativo. Al decir que el aborto, en el supuesto previsto en el
Código Penal, es constitucional, se agota la competencia de la
Corte.
Estaba
esperando su voto en el caso del hombre en muerte cerebral cuya
familia solicitó su desconexión. Tendré que quedarme con las
ganas.
La
última vez que la vi me dijo que “me gustaría contarte
que estoy bien de salud, pero no es así”.
Fumadora empedernida con voz ronca, el cigarrillo terminó por
matarla. Ya en La Haya había alquilado un departamento moderno en
las afueras: las casas viejas del centro no tenían ascensor y se
agitaba al subir las escaleras. Además, precisaba lugar para poner
el piano: su madre, que la visitaba, era una impecable pianista. Al Tribunal Penal Internacional para la ex Yugoslavia iba en colectivo.
Tenía
asignado un auto con chofer, que usaba apenas para asistir a los
eventos oficiales. Mantenía un bajísimo perfil y ese anonimato le
permitía subirse a un taxi como cualquier persona de a pie. Los
hospitales donde se internaba me hacen pensar que incluso no tenía
medicina prepaga sino que se hacía atender por la Obra Social del
Poder Judicial.
Ferozmente
independiente, no le atendía el teléfono a quienes la llamaban y
rara vez aceptaba visitas en su oficina. Nunca le interesó ser
presidenta del tribunal; el cargo, además, implicaba ir todos los
días a firmar el despacho diario y su salud no se lo permitía. Sí
creó la Oficina de la Mujer, desde donde presentó estudios sobre el
machismo en el Poder Judicial y planteó crear lactarios en los
tribunales –aún hoy muy pocos los tienen–.
La
pérdida de Carmen Argibay no es sólo la de una gran jueza. Es,
sobre todo, la de una muy buena persona.