En Edimburgo hay una librería de usados de esas que uno imaginaba que existen solo en Buenos Aires, un sucucho con una puertita a la calle y miles de libros de todos los temas y épocas apilados en la forma más caótica posible y un librero que, sentado en su escritorio, conoce exactamente qué tiene y dónde lo guarda. Voy poco porque en esta época en que andamos todos apurados cada ida implica media hora de charla con el librero, amante de Shakespeare y los clásicos rusos, como todos los libreros de usados del mundo.
Es claro que el librero, un pelado gordito muy escocés de unos cincuenta años, habla ruso y alemán: los libros en esos idiomas están ordenados y, dentro del caos, bastante clasificados. También es claro que el librero no maneja ninguna lengua romance: como quien piensa que son todas lo mismo, las obras en castellano, francés, italiano y portugués se confunden en dos pilas de metro y medio de alto que nacen en el suelo.
Pispeando las columnas latinas una tapa rosa que se divisaba por lo bajo me llamó la atención. Corrí un par de libros que tenía encima y al abrir en la página uno no pude evitar sonreír, mezcla de alegría y de sorpresa: “Al ponerse el sol de una tarde de octubre, tibia y perfumada, una columna, compuesta de un escuadrón y dos batallones subía a la quebrada de León, mágico pensil que desde la tablada de Jujuy se extiende, en un espacio de nueve leguas, hasta las mineras rocas de El Volcán.”
Dormía entre millones de tedios sobre crítica literaria, en una librería de usados de Edimburgo, El pozo del Yocci, de Juana Manuela Gorriti, “libro de edición argentina printed in the United States of America”. Aquí también se ponía el sol de una tarde de octubre, aunque fría y sin perfume, cuando, de la mano de la autora, me adentré en plena independencia argentina, en el abra de Tumbaya rumbo al Alto Perú pasando por el fresco vallecito de Tilcara. Me encontré, en el pequeño puesto de La Quiaca, con el hijo de Fernández Campero, el último marqués de Yavi, que estaba ahí con unos pobres correntinos. Y por un ratito, en el oscuro otoño escocés, me sentí muy cerca de casa.
Levanté la vista y el librero, pelado y gordito, me estaba mirando. “Lo llevás, ¿verdad?”, me preguntó.
Pispeando las columnas latinas una tapa rosa que se divisaba por lo bajo me llamó la atención. Corrí un par de libros que tenía encima y al abrir en la página uno no pude evitar sonreír, mezcla de alegría y de sorpresa: “Al ponerse el sol de una tarde de octubre, tibia y perfumada, una columna, compuesta de un escuadrón y dos batallones subía a la quebrada de León, mágico pensil que desde la tablada de Jujuy se extiende, en un espacio de nueve leguas, hasta las mineras rocas de El Volcán.”
Dormía entre millones de tedios sobre crítica literaria, en una librería de usados de Edimburgo, El pozo del Yocci, de Juana Manuela Gorriti, “libro de edición argentina printed in the United States of America”. Aquí también se ponía el sol de una tarde de octubre, aunque fría y sin perfume, cuando, de la mano de la autora, me adentré en plena independencia argentina, en el abra de Tumbaya rumbo al Alto Perú pasando por el fresco vallecito de Tilcara. Me encontré, en el pequeño puesto de La Quiaca, con el hijo de Fernández Campero, el último marqués de Yavi, que estaba ahí con unos pobres correntinos. Y por un ratito, en el oscuro otoño escocés, me sentí muy cerca de casa.
Levanté la vista y el librero, pelado y gordito, me estaba mirando. “Lo llevás, ¿verdad?”, me preguntó.