lunes, 13 de abril de 2015

Gaviria

No conocí —no tuve el gusto— a Carlos Gaviria Díaz sino a través de sus sentencias en la Corte Constitucional de Colombia. Sonrisa pícara, pelo blanco y barba, fue el primer juez supremo sudamericano en decir que la homosexualidad no era un delito —“el comportamiento recto o desviado de una persona nada tiene que ver con sus preferencias sexuales”—, que la eutanasia era constitucional y que las leyes que regulan la profesión de periodista son inválidas porque la limitan. También reconoció el derecho de las comunidades indígenas a obtener indemnizaciones si se le expropiaban sus tierras y ordenó el retiro de un artículo del Código Civil colombiano que prohibía el matrimonio “de la mujer infiel con su cómplice” pero nada decía del marido con su amante. 

Liberal, casi libertario, si en Sudamérica estudiamos los fallos de la Corte Constitucional de Colombia, período 1993-2001, es gracias a él.

Carlos Nino lo ayudó a instalarse en Buenos Aires en los ’80, cuando la muerte le pasó demasiado cerca en Medellín. Los paramilitares, como tantos otros, pensaban que creer en la libertad es atentar contra los valores de la patria y lo habían marcado. A él, que no era comunista, que había estudiado en Harvard y que en el fondo nunca había sido más que un profesor de la Universidad de Antioquia. A la guerra civil colombiana la llamó “esta exasperante lucha contra las tinieblas”. De su paso por Estados Unidos lo que más le impactó no fueron sus estudios sino Nueva York, “abrumadora megalópolis en la que se sintetiza el mundo”. Recordaba sus vermús en el Tortoni, adonde no lo echaban pese a que estiraba el vaso para leer usados regateados en Corrientes.

El final de su mandato en la Corte Constitucional lo encontró frente a un Álvaro Uribe que a Colombia le parecía la solución y a él un totalitario. Se presentó al Senado y ganó: fue el quinto candidato más votado del país. En las elecciones presidenciales de 2006 se postuló por el Polo Democrático Alternativo, un rejunte de lo poco que no había sido cooptado por Uribe. Cuando un académico, un juez jubilado, un intelectual tiene que salir a la calle y militarse su campaña presidencial es porque las reservas políticas del país están extinguidas. Tras una campaña sucia y amenazas de muerte, sacó dos millones y medio de votos. Los analistas coincidieron en que la mayoría no votó al partido; lo votaron a Gaviria, al profesor de pelo blanco y barba que en un país destruido por la guerra civil hablaba de ética pública y de honestidad en el ejercicio de los cargos: “la política es simplemente la búsqueda de la mejor forma de convivencia”.

Carlos Gaviria Díaz murió el 31 de marzo de 2015 en Bogotá. Tenía 77 años. 



sábado, 11 de abril de 2015

Miedo

Una medianoche de verano hace algunos años iba caminando por la calle Coronel Díaz cuando se me acercó un flaco corriendo a pedirme plata. Le dije que no de mala manera y seguí mi camino. Mientras avanzaba por la vereda opuesta al parque, la del edificio de la SIDE, pude ver cómo hacía la misma jugada con dos señoras. Volví sobre mis pasos y lo miré. Alto, flaco, morocho, tenía cara de buen pibe. Le dije “hermano, así no va a andar esto, si querés guita y no vas a chorear no podés meter miedo”. El pibe me miró y, aunque no contestó, puso cara de entender. Le di diez pesos y lo dejé.

Me lo volví a cruzar meses después en la esquina de Santa Fe y República Árabe Siria, justo donde empieza o termina el Jardín Botánico. Nos dimos la mano y de nuevo le dejé diez guitas. Parecía haber aplicado lo que le dije o al menos se suavizó de algún modo: en el bar de esa esquina no son de bancarle mucho la parada a los que piden unos mangos.

Hace unas noches volví a verlo por Las Heras. Estaba apurando a un par de chicas que esperaban el 93 y que nerviosas sacaron cinco mangos de la cartera. Dejé que terminara su trabajo y me acerqué. Me dio la mano y le dejé veinte pesos, la inflación. 

“— ¿Volviste a meter miedo, papi?
— Es la que va, la gente está re cagada. Levantás un poco la voz y enseguida te tiran unos pesitos” me dijo, con una sonrisa pícara.

sábado, 28 de marzo de 2015

La guitarra

Siempre que tomo un vuelo diurno elijo sentarme en la ventanilla porque me gusta ver el mundo. Así una vez, yendo de Buenos Aires para Europa, me quedé impresionado porque el avión iba tan alto que se veía perfecto la curvatura de la Tierra. “O sea que es redonda”, pensé y me sentí un poco como Santo Tomás que no creía si no veía. Otra vez, camino a Ushuaia en un vetusto Fokker de la Fuerza Aérea, aparecieron, como en los mapas Rivadavia que usábamos en el primario, la Península Valdés y el Estrecho de Magallanes.

Hace unos años, mirando por la ventanilla en un vuelo de Buenos Aires a Santiago de Chile, pude ver, en un pequeño punto de la inmensidad de la pampa argentina, lo que parecía ser el casco de una estancia con los árboles plantados en forma de guitarra. La imagen era notable: un montón de árboles altos puestos de tal manera que formaban el contorno una inmensa guitarra, con una avenida que parecía ser de lapachos en el lugar de las cuerdas. Tomando el horario del despegue e imaginando unos setecientos kilómetros por hora de velocidad supuse que esa misteriosa guitarra estaría en el oeste de Buenos Aires o en el sur de Córdoba. En el vuelo de regreso pedí ventanilla del lado opuesto al de la ida para volver a toparme con la guitarra, pero las nubes lo impidieron.  

Años más tarde —ahora— caigo por casualidad en una nota de 2011 que salió en el Wall Street Journal donde se pusieron a investigar la anónima guitarra. 

Pedro Martín Ureta se casó en la década del 60 con Graciela Iraizoz, que murió en 1977, a los veinticinco años, embarazada de su quinto hijo. Cuenta Pedro que una vez Graciela se tomó un avión y se sentó en la ventanilla y vio el casco de una estancia que parecía tener la forma de un balde. Le divirtió y le propuso a su marido hacer lo mismo en la estancia propia, pero en vez de un balde con forma de guitarra. Él en su momento no le dio mucha bolilla, confiesa ahora.

Tras la muerte de Graciela, Pedro decidió cumplir el deseo. Intentó contratar a paisajistas y jardineros pero todos le dijeron estás loco, cómo vas a querer hacer un casco con forma de guitarra y aparte en el sur de Córdoba hay viento y sequía y cuices y liebres que destruyen las plantas. Así que el tipo agarró y mientras criaba solo a sus cuatro hijos aprendió jardinería y se puso a plantar árbol tras árbol, como quería su esposa muerta. El contorno y la boca de la guitarra están hechos de cipreses y las cuerdas no son lapachos sino eucaliptos azulados. Pedro tuvo que sembrar y resembrar porque, como le decían los paisajistas y los jardineros, en el sur de Córdoba hay viento y sequía y cuices y liebres que destruyen las plantas, hasta que finalmente inventó unos sarmientos de metal que cubrían el arbusto hasta que se convirtiera en árbol.

Con el paso del tiempo los hijos de Pedro y Graciela crecieron al igual que los árboles y finalmente se pudieron ver los frutos de tanto trabajo. La guitarra de cipreses y eucaliptos es celebrada por los enamorados de todo el mundo, por los periodistas del Wall Street Journal, por los pilotos de Aerolíneas Argentinas y de Lan Chile, y hasta por los holandeses de la KLM que tienen un vuelo a Buenos Aires que después sigue a Santiago. 

La Estancia La Guitarra, sobre la ruta 7 cerca de General Levalle, es un pequeño punto turístico en la riquísima nada que separa Buenos Aires de los Andes. 

Todos los que vuelan de Buenos Aires a Santiago de Chile pueden verla siempre que se sienten en la ventanilla del lado derecho y el día esté soleado. Todos, menos su creador. 

Pedro Martín Ureta nunca vio el homenaje que, con tanto esfuezo, le hizo a su mujer.

Le tiene miedo a los aviones.