No conocí —no tuve el gusto— a Carlos Gaviria Díaz sino a través de sus sentencias en la Corte Constitucional de Colombia. Sonrisa pícara, pelo blanco y barba, fue el primer juez supremo sudamericano en decir que la homosexualidad no era un delito —“el comportamiento recto o desviado de una persona nada tiene que ver con sus preferencias sexuales”—, que la eutanasia era constitucional y que las leyes que regulan la profesión de periodista son inválidas porque la limitan. También reconoció el derecho de las comunidades indígenas a obtener indemnizaciones si se le expropiaban sus tierras y ordenó el retiro de un artículo del Código Civil colombiano que prohibía el matrimonio “de la mujer infiel con su cómplice” pero nada decía del marido con su amante.
Liberal, casi libertario, si en Sudamérica estudiamos los fallos de la Corte Constitucional de Colombia, período 1993-2001, es gracias a él.
Carlos Nino lo ayudó a instalarse en Buenos Aires en los ’80, cuando la muerte le pasó demasiado cerca en Medellín. Los paramilitares, como tantos otros, pensaban que creer en la libertad es atentar contra los valores de la patria y lo habían marcado. A él, que no era comunista, que había estudiado en Harvard y que en el fondo nunca había sido más que un profesor de la Universidad de Antioquia. A la guerra civil colombiana la llamó “esta exasperante lucha contra las tinieblas”. De su paso por Estados Unidos lo que más le impactó no fueron sus estudios sino Nueva York, “abrumadora megalópolis en la que se sintetiza el mundo”. Recordaba sus vermús en el Tortoni, adonde no lo echaban pese a que estiraba el vaso para leer usados regateados en Corrientes.
El final de su mandato en la Corte Constitucional lo encontró frente a un Álvaro Uribe que a Colombia le parecía la solución y a él un totalitario. Se presentó al Senado y ganó: fue el quinto candidato más votado del país. En las elecciones presidenciales de 2006 se postuló por el Polo Democrático Alternativo, un rejunte de lo poco que no había sido cooptado por Uribe. Cuando un académico, un juez jubilado, un intelectual tiene que salir a la calle y militarse su campaña presidencial es porque las reservas políticas del país están extinguidas. Tras una campaña sucia y amenazas de muerte, sacó dos millones y medio de votos. Los analistas coincidieron en que la mayoría no votó al partido; lo votaron a Gaviria, al profesor de pelo blanco y barba que en un país destruido por la guerra civil hablaba de ética pública y de honestidad en el ejercicio de los cargos: “la política es simplemente la búsqueda de la mejor forma de convivencia”.
