martes, 4 de abril de 2023

Metropolitano

Una de las cosas que más me sorprenden de mi vida en Francia es el subte de París. Con el tiempo incluso creo que me gusta. Y eso que apenas me mudé noté la relación ambivalente que los parisinos tienen con su “métro”. 

Por un lado, lo detestan. Y tienen razón. Las frecuencias son aleatorias y los trenes vienen cuando quieren y si es que quieren. Las cancelaciones y las huelgas son frecuentes y con las obras uno tiene que tener un Excel mental para saber qué día y a qué hora funciona la Línea 4. Los coches son viejos y las estaciones en algunos casos se caen a pedazos. En una ciudad cuya red cloacal fue construida por Napoleón III, las goteras en los andenes son muy desagradables. Los carteristas abundan y los linyeras duermen a veces hasta en los vagones, incrementando la sensación de inseguridad. Le agrego la suciedad general, que en verano hace más calor que en el infierno y que en invierno sopla un viento patagónico y creo que, sumando todas las evidencias, tengo el “motivo suficiente de sospecha” que exige el Código Procesal Penal para citar a un imputado a indagatoria.


¿Por qué, entonces, a los parisinos les encanta su subterráneo? El primer motivo es económico: el boleto simple cuesta 2,10 euros y permite recorrer cualquier distancia dentro de la ciudad. Para comparar, un taxi puede superar los 35 euros desde el Arco del Triunfo hasta el Cementerio de Père-Lachaise, que sería atravesar todo París de oeste a este. El subte, además, es rápido. Desde el centro de la ciudad hasta el Parc des Princes, donde juega el Paris St Germain, se tardan unos 25 minutos. En auto el trayecto demora casi una hora y después tenés que encontrar estacionamiento. La velocidad explica que hasta los millonarios (o sea, en París, todo aquel que sea dueño de un departamento de tres dormitorios) lleven siempre consigo una tarjeta Navigo, que es como aquí llaman a la SUBE. Y por último, la admiración: 306 estaciones, 16 líneas, 4 millones de pasajeros por día… Uno solo puede permanecer callado ante la logística que es hacer que semejante monstruo funcione.


El subte también me resulta extrañamente liberador. Me lleva a mi destino, pero también me transporta a otro mundo. Los andenes y los vagones son una pequeña muestra de esta metrópolis: mujeres, varones y niños de todos los estratos de la sociedad, con rasgos de todos los rincones del planeta, vestidos de todas las maneras posibles y hablando o leyendo en la mayoría de los idiomas que existen. Y, al contrario del taxi, el subte garantiza un agradable anonimato: a nadie le interesa conversar sobre política, ni sobre fútbol ni sobre nada.


Especificidad francesa, el subte de París tuvo, hasta hace unos 30 años, vagones de primera clase. Su supresión hizo de lógico igualador. Hace un tiempo compartí vagón con un ministro que iba pegado codo a codo a un obrero africano y unos turistas brasileros. Los anuncios de “cuidado con el espacio entre el vagón y el andén” se hacen en seis idiomas. El subte me hace pensar que, separada Londres de la Unión, París es lo más cerca que existe de una capital de Europa.


Por todo esto es que me pareció un poco triste cuando leí, el otro día, una guía turística que aconsejaba no tomar el subte en París. El “métro” es parte de esta ciudad, como la Torre Eiffel y Notre-Dame. No estuviste en París si nunca anduviste en su subte.